El Señor de los Rayos

El edificio era alto y estrecho. Las ventanas estaban iluminadas y la verja de hierro forjado que daba a la calle, entrecerrada. Las nubes escondían las estrellas haciendo que el tejado puntiagudo y las claraboyas de la buhardilla tuvieran un aspecto insólitamente amenazador. La calle a la que asomaba la casa era una calle empedrada, flanqueada por una procesión ininterrumpida de coches aparcados. Un poco más allá había una pequeña iglesia protestante. Después, la calle descendía hasta el Támesis. Las aguas del río tenían el mismo color del asfalto. Con un parpadeo de faros, un taxi frenó y se detuvo justo delante de la verja.